La Sombra del Monte

El sol se hundía tras las crestas de la sierra, tiñendo el horizonte de un rojo espeso, casi de sangre vieja. El aire olía a resina y a tierra fría. En el fondo del valle, el silencio se iba apoderando del bosque con la lentitud de una marea oscura.

Me acomodé junto al tronco retorcido de una encina vieja. La noche caía despacio, y con ella llegaba ese momento en que los sentidos despiertan más que nunca. Cada crujido, cada soplo del viento, cada movimiento en la maleza se clava en la piel.

Había rastros frescos en el barranco, las huellas hundidas en el barro reciente. Sabía que aquel viejo macareno rondaba por allí. Llevaba semanas siguiéndolo, conociendo sus pasos, sus horas, sus manías. Era un fantasma de la sierra, un animal tan astuto como los hombres que lo esperaban.

Las estrellas se fueron asomando, tímidas al principio, hasta que la oscuridad las reclamó por completo. El frío empezó a colarse entre los dedos y el silencio se hizo tan profundo que el corazón parecía sonar demasiado alto.

Entonces lo oí.
Un chasquido leve, apenas un suspiro entre las jaras. Luego, el aire cambió. Ese olor fuerte, agrio, que solo quien ha esperado un jabalí puede reconocer.

El tiempo se detuvo.
La silueta apareció entre sombras, negra, imponente, moviéndose con la lentitud de quien no teme a nada. Cada paso suyo era un desafío a la noche.

Apoyé el rifle con cuidado, sin ruido, sintiendo cómo la adrenalina recorría el cuerpo como un río helado. Respiré hondo. En aquel instante no existía nada más: ni el frío, ni el cansancio, ni el mundo. Solo él y yo.

El disparo rompió la noche como un trueno.
El eco rebotó en las montañas y el silencio volvió a cubrirlo todo.

Bajé despacio al claro, con el pulso aún golpeando en las sienes. Allí yacía el viejo macareno, enorme, majestuoso incluso en la muerte. Le acaricié el lomo, áspero, cubierto de barro seco.

La sierra se mantuvo en silencio, como si guardara respeto.
Y mientras la luna se alzaba sobre los pinos, supe que aquella espera no era solo una cacería. Era un encuentro entre dos sombras del monte.

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